Murió Ozzy.
Y, con él, no solo se despide una era del rock, sino también una sensibilidad que supo escuchar el caos, abrazar el ruido y habitar las tinieblas sin pedir permiso.

Lo más fácil es decir que Ozzy fue el Príncipe de las Tinieblas, el cantante de Black Sabbath, el showman autodestructivo que convirtió el exceso en parte del arte. Pero ese relato —aunque cierto— es solo una de sus capas. Hay otro Ozzy, menos visible, que orbita silenciosamente en playlists de techno industrial, en remixes con distorsión digital, en la iconografía rave más oscura.
Un Ozzy que quizás no pisó un club underground de Berlín, pero cuya estética, actitud y timbre resonaron en esos espacios con una potencia inesperada.
La herencia electrónica del metalero
El vínculo entre Ozzy y la electrónica no es literal, sino atmosférico. No se trata de colaboraciones obvias con DJs mainstream o de incursiones tardías en la EDM. Se trata de una sensibilidad compartida: la idea de que el sonido puede ser un trance, una herida, una invocación.
En los 90, mientras la electrónica europea se volvía más agresiva y conceptual, el metal también se abría a las texturas digitales. Ozzy no fue ajeno. Su álbum Ozzmosis (1995), producido por Michael Beinhorn, introdujo samplers, reverberaciones y estructuras que coqueteaban con lo sintético. No era techno, pero ya no era solo rock.
Años después, su voz fue sampleada y remezclada por productores de dubstep, drum’n’bass, EBM e incluso techno industrial. No por nostalgia, sino por su timbre: esa forma de gritar desde el fondo del alma, como si el micrófono fuera un portal. En Crazy Train, en Mr. Crowley, hay más diseño sonoro del que se le reconoce. Las capas, las atmósferas, los delays, anticipaban la lógica de la pista: repetición hipnótica, oscuridad funcional, catarsis colectiva.

De los riffs a los sintetizadores: la cultura de la noche y el ritual del sonido
Ozzy entendía —quizás de forma instintiva— que el sonido puede ser una forma de invocación.
El metal, como la electrónica, no es solo música: es arquitectura emocional. Una forma de ocupar el espacio y modificar el tiempo.
Los clubes y los recitales comparten el mismo código primitivo: luces, volumen, cuerpos desinhibidos, trance compartido.
No por nada, cuando la rave se volvió más extrema, encontró inspiración estética en los márgenes del rock y del goth. Cuerpos que se mueven al ritmo del beat como si fueran parte de un exorcismo colectivo. En esos rituales, la sombra de Ozzy también estaba presente.
El techno industrial, el darkwave, el electro más áspero, beben directa o indirectamente de su legado. La figura del performer como chamán, del vocalista como entidad que abre portales —eso Ozzy lo entendió antes que muchos DJs superstar.
Mientras algunos artistas electrónicos querían ocultarse tras laptops, él se ofrecía como mártir en cada escenario. Y eso es, en esencia, profundamente rave: dejar que el sonido te posea.
Ozzy y la contracultura
No hay que olvidar que la cultura clubbing —al igual que el heavy metal de Sabbath— nació como respuesta a un mundo que no ofrecía sentido. Ozzy cantaba sobre guerras, locura, religión, vacío existencial. Las pistas de baile, años más tarde, harían lo mismo con sintetizadores y bajos.
Ambas escenas —metal y electrónica— nacieron en fábricas abandonadas, entre jóvenes que querían reescribir la realidad.

Y ahí está el nexo más profundo: Ozzy no fue parte del mainstream, aunque lo haya conquistado. Su lenguaje siempre fue otro. Fue un outsider. Un mutante.
Como muchos de nosotros. Como tantos que hoy hacen música desde sus laptops, buscando una verdad que no tiene palabras, solo frecuencias.
Epílogo: la voz que sigue sonando
Hoy murió Ozzy Osbourne.
Pero seguirá vivo en cada drop que se atreva al abismo.
En cada beat que quiera decir algo más que “bailá”.
En cada rave en el que el DJ decida no solo entretener, sino invocar.
Porque no hay cultura electrónica sin herencia ruidosa.
No hay club que no deba algo al metal.
Y no hay oscuridad que no haya sido primero iluminada por esa voz que gritaba, desafinaba, y sin embargo, decía la verdad.